determinadas. Podemos comprobar que en la propaganda política de las derechas
lideradas por Alberto Núñez Feijoo y Santiago Abascal abundaban expresiones
deslegitimadoras como “ocupa” y “pucherazo” referidas a Pedro Sánchez y la política
del Gobierno de coalición. Se puede criticar al Gobierno desde la oposición, pero la
política de deslegitimarlo daña el marco legal en el que se gestó el Gobierno: la
Constitución que regula la normativa de las Mociones de Censura, las elecciones en
las que resultaron elegidos los gobernantes, las Juntas Electorales que certificaron el
fallo de los comicios, la Jefatura de Estado que encargó formar gobierno al vencedor
en las elecciones…
Esos mecanismos legales, constitucionales, de legitimar al gobierno asignan a la
sociedad civil, al conjunto de ciudadanos, la relevancia, el rol protagonista que les
corresponde. Parece, pues, que la finalidad de la sistemática deslegitimación que el
neofascismo ejerce pretende debilitar o incluso anular la sociedad civil y convertir a
los parlamentos no en espacios de debate y confrontación de ideas sino en campos de
batalla donde cabe la calumnia y todo tipo de ataques personales. Durante los últimos
años vimos bastante de todo eso en las Cortes españolas.
Otro rasgo negativo del neofascismo al que está evolucionando la derecha española es
la perversión del equilibrio de poderes del Estado. Durante los últimos años vimos
cómo el Partido Popular, aduciendo diversos pretextos que no venían al caso, se
estuvo oponiendo a la renovación del Poder Judicial. De esta manera prolongó,
indebidamente, la influencia decisiva que tenía en ese órgano, y lo utilizó no sólo para
proteger a sus numerosos corruptos sino también para bloquear en las Cortes alguna
iniciativa legislativa del Gobierno. Si a este poder judicial, que la derecha ya ejerce,
añade el poder político que obtenga en próximas elecciones, nos encontraremos
sometidos a un poder soberano con manifiesta vocación de decidir sobre la
legitimidad, es decir, con capacidad de proclamar la suspensión de la ley, apoderarse
de los órganos electorales, lo que le permitirá hacer leyes según su conveniencia,
decidir quién está dotado de legitimidad para gobernar…
Es decir, poner en duda la legitimidad de un Gobierno democrático o el resultado de
las urnas al conformar un Parlamento conlleva la inoculación de desprecio a la
legalidad y sus instrumentos constitucionales con vistas a un ataque al sistema
democrático y su sustitución por formas de gobierno que excluyen la participación
ciudadana. Pero debemos insistir que el diseño de esa estrategia de deslegitimación
tiene una finalidad social concreta: se trata de blindar los intereses de las clases
dominantes, anular la voluntad popular y sus instrumentos legales, constitucionales
capaces de poner freno al poder del gran capital, de las multinacionales, de los
intereses económicos que se nutren de la explotación de los pueblos. Los
privilegiados del sistema de dominación se benefician de la ignorancia de la gente
sobre lo que es la estructura de clases y el lugar que ocupan en ella. Es evidente que
una de las causas del fracaso de la Izquierda en las pasadas elecciones municipales y
autonómicas es que no supo explicar a la población que nos encontramos en una
Lucha de Clases en la que salen mejor parados quienes saben lo que es eso y actúan
según su interés aprovechando la ignorancia de la mayor parte de la población, a la
que no se le informa debidamente sobre sus intereses de clase.